Cuando aparecieron sus Memorias, Garibaldi era, probablemente, el hombre más popular del mundo. Los campesinos de la Gran Rusia esperaban su llegada: «es un gran líder, el amigo de la gente pobre, y vendrá a liberarnos», se decía. Desde Siberia, Bakunin le dio cuenta puntual al héroe italiano de cómo había vivido l’enthousiasme passioné con que la ciudad de Irkutsk había festejado la noticia de su expedición a Sicilia y su marcha triunfal a Nápoles. Después, su gloria inmortal –que es común a todos los países de Europa y América– se ha mantenido permanentemente en la memoria a través de la existencia de miles de calles y plazas bautizadas con su nombre en cientos de ciudades desde Nápoles a Montevideo. Fue uno de los personajes más retratados de su época. Estatuas, bustos, figuras de china, postales con sus rasgos mesiánicos y su camisa roja empezaban ya en su tiempo a venderse por doquier en cantidades inmensas lo mismo en Europa que en América. En Nueva York se le dedicó una estatua en Washington Square Park. En los medios demócratas en España hubo pasión por Garibaldi, hasta llegar