Junto a la belleza de las sinfonías de Bruckner o Shostakóvich, existe la de las canciones de Jonathan Richman o Daniel Johnston. Compete al oyente juzgar la grandeza de cada cual, por supuesto, pero no existe oyente más afortunado que el que consigue disfrutar del estado de perplejidad al que todos esos artistas, cada uno a su manera, consiguen transportarnos. Este libro está dedicado, en particular, a esos músicos que no esperan grandes ovaciones en auditorios monumentales ni galardones de manos de altezas reales. A la belleza de la música que se escribe con minúscula.