El sacrificio ha sido una práctica fundadora del estado en Occidente y, desde hace algunos años, una noción ingrata y envejecida. La historia del sacrificio revela los cimientos teológicos de un orden que muchos ciudadanos preferirían imaginar como fruto de un libre contrato. La idea de sacrificio ha ido mutando, adaptándose a las cambiantes relaciones entre las partes y el todo, entre individuo y sociedad. Mejor dicho, ha sido esta idea de sacrificio quien ha construido dichas relaciones. Alimentando a los dioses, escrutando sus reacciones y sus mensajes, ha erigido un universo jerárquico, así en el cielo como en la tierra: los primeros templos son también palacios, graneros y bancos, y se hace difícil a veces distinguir entre las figuras del dios, el rey y el sacerdote. El ritual puntilloso delinea los contornos de la ley. Y, cuando la obra está en su apogeo, cuando los dioses se han vuelto demasiado grandes para necesitar nada de sus adoradores, se repliega al ámbito personal y crea una conciencia de deuda y abnegación. El sacrificio no es una práctica ingenua: ya en los Vedas y los Bráhmanas se encuentra