No fue la corona del Sacro Imperio, que los Habsburgo lucieron sobre su cabeza ininterrumpidamente durante casi tres siglos desde que la ciñera Federico III en 1452, lo que convirtió a la Casa de Austria en el linaje más poderoso de Europa; ni tampoco la boda en 1477 del hijo de Federico, Maximiliano, con María de Borgoña, heredera de las tierras más prósperas del continente: lo fueron las miles de naves castellanas que desde 1492 surcaron audazmente el antaño mare tenebrarum situado al oeste del Viejo Mundo. La exploración y conquista del Atlántico, y el hallazgo de un Nuevo Mundo rico en recursos, convirtieron a las dos monarquías atlánticas de la península ibérica en sendas potencias navales, y al imperio de Carlos V en el mayor que había existido hasta ese momento. Finalmente, la incorporación en 1580 del reino de Portugal y sus posesiones repartidas por tres continentes en la Monarchia Universalis de Felipe II resultó determinante para el establecimiento de un imperio ibérico planetario que dominó las rutas de los océanos Índico, Atlántico y Pacífico durante sesenta años, y convirtió a Lisboa y Sevilla