La Residencia es como un extenso poema cargado de historia, razas que se funden y un humor mordaz que ataca el corazón mismo de la dictadura y la desangra sin piedad.
La historia nos lleva hasta el corazón de una idílica y antigua casa de estudiantes cuya vida interior es un reflejo de lo que ocurre en el exterior, mientras Venezuela se hunde en una tortura sin sentido, en la barbarie y el mercurio.
Es, además, una alegoría de una Venezuela que se construye y destruye a sí misma a través de los siglos. Es el anhelo melancólico de los que partieron y del dios Moloch que, vestido de rojo cual chavista consagrado, exige su sacrificio. Basta tan sólo afinar el oído para seguir escuchando el grito desesperado de la vieja Elena, el regocijo de Alfonso Alí, el chirriar de las navajas que abren la piel, los planes perdidos de los jóvenes residentes o los poemas de la comadre Sandra.
Es también, si se quiere, un canto novelesco a la lucha por sobrevivir en un país cruel y dictatorial que poco a poco se transforma en un recuerdo borroso y doloroso, si se mira desde la distancia, o en un monstruo sin forma, rostro, principio o final, cuando se le detalla frente a frente. Es la historia de un descomunal fracaso.