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16 JUN

«Vudú (3318) Blixen» de Angélica Liddell

El libro ideal para superar una (mala) ruptura.
«Vudú (3318) Blixen» de Angélica Liddell

Angélica Liddell es de todo menos angélica. La conocemos, sabemos quién es. Es la artista que asegura que la única barrera que la separa de cometer un crimen es el arte. Un arte que la ayuda a articular la sociopatia, la rabia, la violencia y el vacío de sentirse estafada por esta existencia absurda y dolorosa (así lo describe ella en una entrevista con René Solis). Sí, Angélica es nuestra escritora-criminal de cabecera. Una mujer pequeña y con apariencia frágil que hace años que exorciza sus demonios a través del teatro. Un teatro oscuro, extraño, controvertido. Un teatro personal y catártico en que siempre hay algún tipo de ritual, de promesa, de secreto.


Però... ¿Qué es «Vudú (3318) Blixen»?

Vudú es un libro pequeño, pequeño como ella, donde cabe toda la fuerza de una maldición. La sensación que se tiene al leer este poema (o quizás libro? ensayo? conjuro?) es la de estar ante el texto más oscuro, corrosivo y mórbido; la letra más maliciosa y perversa que nos podríamos imaginar. Sí, Vudú es un libro pequeño, muy pequeño, donde está comprendida la bilis de alguien que parece que ha nacido del vientre del mismo mal. 

La autora nos explica que el libro se trata de un pacto con el diablo. De un maleficio. De una promesa. De una venganza. De un despecho. De una purga. En Vudú, Angélica vende el alma al Diablo (como Fausto) para que le ayude a escribir; a publicar este libro que es a la vez una venganza y un maleficio contra aquel amante que la traicionó. 

Pero me gustaría pararme aquí, por un momento, para recuperar esta idea, la de la importancia de la palabra. Porque creo que la palabra —en concreto, la promesa— tiene una importancia demasiado grande que consigue atravesar todo el libro. La palabra (esto es: el compromiso, el pacto, los acuerdos, el verbo, el juramento...) es aquello que se ha difamado, que se ha roto y quebrantado. Una ternura que se ha corrompido. Una intimidad que se ha destruido cruelmente. El odio de Liddell la empuja a resistir, a sobreponerse. A pinchar el propio cuerpo, a mojarlo a través de la invocación. Poner el cuerpo en la palabra (quizás para recuperarla) como herejía, como profanación, como deseo. Refugiarse en el fuego de la venganza. A la promesa, ahora sí, a través de este pacto diabólico, a través del arte. Y escribir. Escribir a cambio de una restitución. Escribir con todo el cuerpo hasta las últimas consecuencias. Vudú es una promesa restaurada. La voz de quien coge todo el dolor de la traición y lo recompone en forma de daga. Una daga que desearía poder clavar en los ojos del amante. Leer a Liddell es hacerlo con el ritmo del ritual; con las palabras aceleradas de la posesión y el tono que oscila entre el reposo y la exacerbación. Es leerla con miedo de estar invocando también, sin quererlo, una fuerza sobrenatural.


Sí, Liddell es la escritora de aquello prohibido y macabro, pero ¿Podemos detestarla cuando lo hace en defensa de la vulnerabilidad? (porque exponerse es siempre ser vulnerable) ¿Cuando lo hace para vengarse de la violencia ejercida por los otros? (porque escribir la violencia es siempre mucho mejor que cometerla). ¿Cuando lo hace porque es imposible existir en un mundo que aniquila la ternura desde el primer momento en que nace?

Si no me suicido es porque después no podría escribirlo, se lo debo al Diablo, se lo debo la escritura, solo él puede matarme.
Es más bello el dolor que su causante. Es más bello el verbo que el rapsoda.

— Angélica Liddell





Cristina. 

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