Agustí Villaronga es un autor. Su vanguardismo no se ha desgastado con el tiempo ni se ha debilitado por la melancolía crepuscular de la llamada posmodernidad. El director ha sido capaz de realizar un cine comercial de calidad sin renunciar a su estilo. Ni los premios recibidos ni el reconocimiento de la crítica nacional y extranjera ni la buena consideración de su obra por parte del público han conseguido ablandar o dulcificar el inquietante talento que le ha permitido caminar por los bordes de los precipicios como su lugar natural. Ni siquiera cuando ha trabajado en producciones costosas, con medios suficientes y un público amplio y expectante, ha renunciado a plantear la historia a su manera. Su cine siempre ha sido transgresor. No ha necesitado penurias y escasez de medios para crear sus complejos universos, en los que el bien y el mal vienen a ser inseparables. Las obras de Pilar Pedraza y Agustí Villaronga exploran terrenos similares. A veces convergen, a veces divergen, a menudo se cruzan, como líneas que serpentean en torno a los mismos problemas: el mal, la mirada, el deseo, la crueldad, la oscura noche que se extiende en nuestro interior. Era inevitable que Pedraza acabara escribiendo sobre su cine, pues encontraba en ella la armonía y contrapunto de su propia visión del mundo.