En un mundo donde el menor atisbo de inteligencia es sepultado bajo toneladas de estulticia, el discernimiento autónomo y libre se torna quimérico. Si la desinformación intencional auspiciada por las élites es grave de por sí, más aún lo es su promoción de la inopia satisfecha. Un público desorientado y perplejo es ingenuamente sensible a la credulidad. La desconfianza hacia el pensamiento, sembrada por los medios y el conjunto de los aparatos ideológicos, asfalta las anchas avenidas por las que desfilarán las procesiones de antorchas. Afirmaciones carentes de base avaladas por las grandes plataformas de comunicación, opiniones infundadas jaleadas por aquí y por allá, hipótesis descabelladas y hasta mentiras criminales, nada se ahorra si contribuye a manipular las mentes. De ahí que la mayoría ya ni siquiera sea capaz de emitir juicios falsos. Solo hay falsos juicios, enunciados proferidos sin que medie ponderación alguna. Como en los procesos amañados, la sentencia está dictada de antemano.
Refranes y proverbios nos proveen de un arsenal ilimitado de máximas que se pronuncian acerca del individuo y la sociedad. A través de variaciones sobre la necedad, la debilidad, la intemperancia, la bajeza y la locura, se analiza el absurdo constitutivo del mundo. El presente libro acude a algunas muestras del rico acervo paremiológico castellano como excusa y chispa para la reflexión.
Detenerse a meditar, evaluar y profundizar es una necesidad ineludible, en lo personal y en lo colectivo. El Mal debe más a los tontos y a los perezosos que a los intrínsecamente malos. Vivimos acosados por los dogmas, y ponerlos en cuestión es un deber moral. El escepticismo es el antídoto contra las ortodoxias y los argumentarios. Estamos en uno de esos momentos históricos donde cobra plena actualidad la máxima de Antístenes según la cual la ciencia suprema es «desaprender el mal».