La piel surge en este libro como origen del lenguaje y cual límite y barrera. Marca los contornos del cuerpo, del decir, de la boca; muestra y a la vez esconde su canción. La palabra poética es nocturna, permanece agazapada, explora el dolor y ahonda en lo inefable; está íntimamente ligada al lenguaje oral y a los órganos que lo generan. Es capaz de producir una suerte de encantamiento. Juega con las manos y las voces, las recoge, les otorga un lugar y después las pierde. Su belleza es un fracaso.
El poemario aparece así dividido en dos secciones, “Nocturno” y “Encantamiento”, acompañadas de un inicio y una coda que exploran y configuran los límites del lenguaje: los poemas no escritos, aquellos extraviados, las palabras que no llegan a su destino, la piel que frena y a la vez protege, que es temblor y cobijo.
La presencia constante del cuerpo, como fuente de la canción y el pensamiento, enraíza a las palabras y no esconde el esfuerzo, el dolor y el encanto que supone su venida, su alumbramiento. Las imágenes vegetales, que se entrelazan a menudo con las somáticas, conectan a la voz con el mundo, con su contorno y su silencio. Al final, la voz es una fibra, un tejido, una cuerda que se acerca a lo olvidado, que acaricia lo indecible.