Nacido el año 53 d. C. en Itálica, en la fértil Bética, el corazón de la Hispania romana, Marco Ulpio Trajano estaba llamado a ser honrado por sus coetáneos como Optimus Princeps, el «mejor emperador», un epíteto que permanece vivo hasta hoy. Como militar echó los dientes en campañas en Oriente y en el Rin, bajo la atenta mirada de Domiciano, pero sería tras su ascenso a la púrpura cuando forjó su gloria en las aguas del imponente Danubio y sobre las nevadas cumbres de Dacia, cuya conquista, tras dos guerras terribles, quedó inmortalizada en piedra en la monumental columna que lleva su nombre. La extensa labor edilicia de Trajano, dentro y fuera de Roma, fue el gran escaparate propagandístico de sus gestas militares, pero también de un complejo programa ideológico que le permitió consolidar el imperio para proporcionarle casi un siglo de estabilidad, época que Gibbon consideró la más feliz en la historia de la humanidad. Quiso el destino que Trajano terminara librando sus batallas más difíciles y trascendentales en Mesopotamia, frente al formidable Imperio parto. Allí estuvo a punto de cambiar el curso de la