Desde el momento en que sonó la primera ametralladora en el frente occidental una cosa estaba clara: la tecnología militar de la humanidad había superado con creces sus capacidades médicas. El nuevo armamento de la guerra, desde tanques hasta metralla, permitió matanzas a escala industrial y, dada la naturaleza de la guerra de trincheras, miles de soldados sufrieron heridas en la cara. Los avances médicos permitieron que más soldados que nunca sobrevivieran a sus heridas, pero los soldados desfigurados no recibieron la bienvenida de héroes que merecían. En ‘El reconstructor de caras’, la galardonada historiadora Lindsey Fitzharris cuenta la asombrosa historia del cirujano plástico pionero Harold Gillies, que se dedicó a restaurar los rostros -y las identidades- de una generación brutalizada. Gillies, neozelandés educado en Cambridge, se interesó por el incipiente campo de la cirugía plástica tras conocer los restos humanos del frente. De regreso a Gran Bretaña, fundó en Sidcup (sureste de Inglaterra) uno de los primeros hospitales del mundo dedicado por entero a la reconstrucción facial. Allí