«¡Ultreya! Ése era el grito que lanzaban los peregrinos medievales al avistar las torres de la catedral compostelana desde la cúspide del cerro de Triacastela. Vale decir: no bastaba la ruta recorrida, no se conformaban los peregrinos con lo hecho, con lo ganado a pulso y a golpe de caminata y de piojos, ni con lo que la ciudad desplegada a sus pies les ofrecía. Tenían que ir más allá... Más allá de la indulgencia plenaria, más allá del jubileo (cuando había lugar a él), más allá del merecido descanso, más allá del horizonte dibujado por las cúpulas, cimborrios, chapiteles, atalayas y espadañas del enclave urbano más hermoso de la cristiandad ibérica."
Justamente eso, lector amigo, es lo que en este instante te propongo, lo que —sólo si te parece, si lo tienes a bien, si te tienta la aventura, si no te asusta el albur, si me otorgas tu confianza, si me nombras tu guía jacobeo— vamos a hacer juntos: gritar a pleno pulmón, y de la mano, ¡ultreya!, ir más allá de lo evidente, de lo patente, hurgar en la atiborrada trastienda del Camino de Santiago, buscar (y, a ser posible, encontrar heterodoxias en los cajones y rincones del almario de la ortodoxia, practicar liturgias y teurgias equívocas, departir con meigas, charlar con monjes giróvagos, trasnochar en compañía de templarios, jugar a los naipes del tarot con alquimistas, leer el libro del firmamento para descifrar sus letras, soñar con el Grial, mirarlo todo con las pupilas de aquel que en los molinos veía gigantes y ejércitos en los rebaños, y sobre todo, por supuesto, hacer camino al andar, que de eso, en definitiva, se trata y eso es también lo que, al alimón, compenetrándose, complementándose, nos sugieren la ortodoxia y la heterodoxia. Pero no cualquier camino, compañero de viaje (y es de esperar que también de purificación y jubileo), sino ese al que nuestros místicos –Teresa, Juan de la Cruz, Ibn Arabí, el Masarrita, Unamuno– llamaron camino de perfección».
Fernando Sánchez Dragó